Después de darle muchas vueltas, y aprovechando mis dotes innatas para ello, a partir de ahora y sirviendo de precedente, esta será mi máxima: confiar, esperar, ignorar. Mi decisión ha sido fruto de un cúmulo de experiencias que, lejos de hacerme dura o desconfiada, me han hecho optar por la vía más satisfactoria. Y os voy a contar el porqué.
Siempre fui una niña buena. No en el sentido de criatura calladita y formal, ¡qué va!, pero sí dispuesta a jugar con quien no tenía amigos, compartir mis cosas o incluso regalarlas. A lo largo de mi infancia varias fueron las voces que me dijeron que debía cambiar, algunas incluso amenazadoras o inquisitivas. Nunca pude entender que hacerse mayor significase volverse malo, pues así lo veía yo. Por lo tanto, aquellos consejos me entraron por un oído y me salieron por otro. Los niños tienen miedo a los monstruos, a los suyos propios. A veces salen de los sueños y nos visitan. Los míos llegaron a materializarse y me convirtieron en una muchacha rebelde y un tanto introvertida. Pero bastaba con rascar un poco para volver a encontrar a esa criatura inocente que fui.
Todos hemos sufrido ese proceso: dejar de creer. Enfrentarse con la vida y decidir con qué disfraz la vamos a surcar. Hay personas grises que bajo el traje llevan una capa de superhéroe y superhéroes que no son más que personas grises. Adoptamos un rol, no solo por supervivencia, sino porque creemos que es lo adecuado. Nos inculcaron la máxima de la desconfianza, el rencor, la envidia y otras maldades al gusto. Mira a tu alrededor y verás que es cierto. En nuestras relaciones tardamos en confiar, en amar plenamente, si alguna vez lo hacemos. Vivimos con el miedo a la entrega, a ser abandonados. Hay rupturas que nos parten el alma, de las que salimos como náufragos del Titanic. Y nos volvemos a enamorar. Con mayor o menor tino, caemos en la más dulce de las trampas. Por otro lado, en el mundo laboral, somos caperucitas o lobos. O aún peor: lobos disfrazados de caperucita. El crecimiento profesional pasa por pisar al compañero, pelotear al jefe y ser ambicioso. Y digo yo, ¿cómo se vive con la boca rezumando veneno y el cuerpo cubierto de arañazos? No hay éxito que merezca tal degradación.
¿Quién en su sano juicio abriría su corazón y su vida a alguien que acaba de conocer? ¿En qué trabajo triunfa el buen compañero? Suma y sigue. Aquellos niños que jugaban alegres en el patio son ahora seres desconfiados e incluso amargados. Y no, no fueron las circunstancias, sino cómo decidieron afrontarlas. Y ahí es donde radica el cambio. ¿Y si en vez de pensar mal pensamos bonito? Tenemos las mismas probabilidades de equivocarnos, de sufrir, pero disfrutaremos del camino y sacaremos lo mejor de él.
Por eso, voy a ser inocente. Voy a creer en lo que hago, en los que me rodean. Asumo que me atacarán, que me criticarán, que me ocurrirán desgracias varias. Pero no por mi carácter, sino por la falta de humanidad que nos rodea. Estoy segura que, ahí fuera, hay más inocentes, deseando sonreír a un desconocido porque sí, recordando cada noche los momentos buenos vividos. No escondáis lo mejor de vosotros, sentiros libres de vivir de verdad. Seamos inocentes, seamos nosotros mismos.
Para quien le interese, este es el artículo original.
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