venres, 27 de abril de 2012

Los ladrones del tiempo, 2ª parte.


¿Cuántos años tiene usted, señor Fusi?
—Cuarenta y dos —farfulló éste, mientras de repente se sentía tan culpable como si hubiera cometido un desfalco.
—¿Cuántas horas suele dormir, de promedio, cada noche? —siguió inquiriendo el hombre gris.
—Unas ocho horas —confesó el señor Fusi.
El agente calculó a la velocidad del rayo. El lápiz volaba con tal rapidez sobre el espejo, que al señor Fusi se le erizaba el cabello.
—Cuarenta y dos años —ocho horas diarias—, eso da cuatrocientos cuarenta y un millones quinientos cuatro mil. Esa suma podemos darla ya por perdida. ¿Cuánto tiempo tiene que sacrificar diariamente para el trabajo, señor Fusi?
—Ocho horas, más o menos, también —reconoció el señor Fusi con humildad.
—Entonces hemos de asentar una vez más la misma suma en el saldo negativo —prosiguió el agente, inflexible—. Pero resulta que también se le gasta algún tiempo debido a la necesidad de alimentarse. ¿Cuánto tiempo necesita, en total, para todas las comidas del día?
—No lo sé exactamente —dijo el señor Fusi, miedoso—, ¿dos horas, quizá?
—Eso me parece demasiado poco —dijo el agente—, pero admitámoslo. Eso da, en cuarenta y dos años, el importe de ciento diez millones trescientos setenta y seis mil. Prosigamos. Vive usted solo con su anciana madre, según sabemos. Cada día le dedica a la buena señora una hora entera, lo que significa que se sienta con ella y le habla, a pesar de que está tan sorda que apenas puede oírle. Eso es tiempo perdido: da cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil. Además, tiene usted, sin ninguna necesidad, un periquito, cuyo cuidado le cuesta, diariamente, un cuarto de hora, lo que, al cambio, da trece millones setecientos noventa y seis mil.
—Pero... —intervino, suplicante, el señor Fusi.
—¡No me interrumpa! —gruñó el agente, que contaba más de prisa cada vez—. Como su madre está impedida, usted, señor Fusi, tiene que hacer parte de las tareas de la casa. Tiene que ir a hacer la compra, lustrar los zapatos y otras cosas molestas. ¿Cuánto tiempo le lleva eso diariamente?
—Acaso una hora, pero...
—Eso da otros cincuenta y cinco millones ciento ochenta y ocho mil, que pierde. Sabemos, además, que va una vez a la semana al cine, que una vez a la semana canta en un orfeón, que tiene un grupo de amigos, con los que se reúne dos veces por semana y que a veces incluso lee un libro. En resumen, que mata usted el tiempo con actividades inútiles, y eso durante unas tres horas diarias, lo que da ciento sesenta y cinco millones quinientos sesenta y cuatro mil. ¿No se encuentra bien, señor Fusi?
—No —contestó el señor Fusi—, perdone, por favor...
—En seguida acabamos —dijo el hombre gris—. Pero tenemos que hablar todavía de un capítulo especial de su vida. Porque tiene usted un pequeño secreto... Usted ya sabe...
Al señor Fusi comenzaron a castañetearle los dientes de tanto frío que tenía.
—¿Eso también lo sabe? —murmuró, agotado—. Creía que, aparte de mí y la señorita Daria...
—En nuestro mundo moderno —le interrumpió el agente n.° XYQ/384/b—, no hay sitio para secretitos. Vea usted las cosas con realismo, señor Fusi. Contésteme a pregunta: ¿quiere usted casarse con la señorita Daria?
—No —dijo el señor Fusi—, eso no va...
—Precisamente —prosiguió el hombre gris—, porque la señorita Daria estará toda su vida encadenada a la silla de ruedas, porque tiene paralizadas las piernas. A pesar de eso, usted va a verla cada día, durante media hora, para llevarle una flor. ¿A qué viene eso?
—Se alegra tanto siempre —contestó el señor Fusi, a punto de llorar.
—Pero visto fríamente —repuso el agente—, es tiempo perdido para usted. Exactamente veintisiete millones quinientos noventa y cuatro mil segundos, hasta ahora. Y si a ello añadimos que tiene usted la costumbre de sentarse, cada noche, antes de acostarse, junto a la ventana, durante un cuarto de hora, para reflexionar sobre el día transcurrido, podemos restar, una vez más, la suma de trece millones setecientos noventa y siete mil. Veamos ahora lo que queda, señor Fusi.
En el espejo había ahora la siguiente suma:

sueño 441 504 000 segundos

trabajo 441 504 000 »

alimentación 110 376 000 »

madre 55 188 000 »

periquito 13 797 000 »

compra, etc. 55 188 000 »

amigos, orfeón, etc. 165 564 000 »

secreto 27 594 000 »

ventana 13 797 000 »

total 1 324 512 000 segundos

—Esta suma —dijo el hombre gris, mientras golpeaba varias veces el espejo con su lápiz, con tal fuerza, que sonaba como tiros de revólver—, esta suma es, pues, el tiempo que ha perdido hasta ahora, señor Fusi. ¿Qué le parece?
Al señor Fusi no le parecía nada. Se sentó en una silla, en un rincón, y se secó la frente con el pañuelo, porque a pesar del frío estaba sudando.
El hombre gris asintió, serio.
—Sí, se está dando exacta cuenta —dijo—. Ya es más de la mitad de su fortuna inicial, señor Fusi. Pero ahora vamos a ver qué le ha quedado de sus cuarenta y dos años. Un año son treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos, como sabe. Y eso, multiplicado por cuarenta y dos da mil trescientos veinticuatro millones quinientos doce mil. Escribió esa cifra debajo del tiempo perdido:

1 324 512 000 segundos

—1 324 512 000 segundos

0 000 000 000 segundos.

Se guardó el lápiz e hizo una larga pausa para que la vista de la larga serie de ceros hiciera su efecto sobre el señor Fusi.
«Este es, pues», pensaba el, señor Fusi, anonadado, el balance de toda mi vida hasta ahora. »
Estaba tan impresionado por la cuenta, que cuadraba con tal precisión que lo aceptó todo sin contradicción. Y la cuenta en sí era correcta. Este era uno de los trucos con los que los hombres grises estafaban a los hombres en mil ocasiones.
—¿No cree usted —retomó la palabra, en tono suave, el agente n.° XYQ/384/b —, que no puede seguir con este despilfarro? ¿No sería hora, señor Fusi, de empezar a ahorrar?
El señor Fusi asintió, mudo, con los labios morados de frío.
—Si, por ejemplo —proseguía la voz cenicienta del agente junto al oído del señor Fusi—, hubiera empezado a ahorrar una hora diaria hace veinte años, tendría ahora un saldo de veintiséis millones doscientos ochenta mil segundos. De ahorrar diariamente dos horas, el saldo, claro está, sería doble, es decir, cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil. Y, por favor, señor Fusi, ¿qué son dos miserables horitas a la vista de esta suma?
—¡Nada! —exclamó el señor Fusi—. ¡Una pequeñez!
—Me alegra que se dé usted cuenta — prosiguió el agente—. Y si calculamos lo que habría ahorrado, en las mismas condiciones, en veinte años más, nos daría la señorial cifra de ciento cinco millones ciento veinte mil segundos. Todo este capital estaría a su libre disposición al alcanzar los sesenta y dos años.
—¡Magnífico! —farfulló el señor Fusi, poniendo ojos como platos.
—Espere —prosiguió el hombre gris—, que todavía hay más. Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo, no nos limitamos a guardarle el tiempo que usted ha ahorrado, sino que le pagamos intereses. Lo que significa que, en realidad, tendría usted mucho más.
—¿Cuánto más? —preguntó el señor Fusi, sin aliento.
—Eso dependerá de usted —aclaró el agente—, según la cantidad que ahorrara y el plazo en que dejara fijos sus ahorros.
—¿Plazo fijo? —se informó el señor Fusi—. ¿Qué significa eso?
—Es muy sencillo —dijo el hombre gris—. Si usted no nos exige la devolución del tiempo ahorrado antes de cinco años, nosotros se lo doblamos. Su fortuna, pues, se dobla cada cinco años, ¿entiende? A los diez años sería cuatro veces la suma original, a los quince años ocho veces y así sucesivamente. Si hubiera empezado a ahorrar sólo dos horas diarias hace veinte años, a los sesenta y dos años, es decir, después de un total de cuarenta años, dispondría del tiempo ahorrado hasta entonces por usted multiplicado por doscientos cincuenta y seis. Serían veintiséis mil novecientos diez millones setecientos veinte mil.
Tomó una vez más su lápiz gris y escribió también esa cifra en el espejo:

26 910 720 000 segundos

—Como puede usted ver, señor Fusi —dijo entonces, mientras sonreía por primera vez—, sería más del décuplo de todo el tiempo de su vida original. Y eso ahorrando sólo dos horas diarias. Piense si no merece la pena esa oferta.
—¡Y tanto! —dijo el señor Fusi agotado—. Sin duda que sí. Soy un infeliz por no haber empezado a ahorrar hace tiempo. Ahora me doy cuenta, y he de confesar que estoy desesperado.
—Para eso no hay ningún motivo —dijo el hombre gris con suavidad—. Nunca es demasiado tarde. Si usted quiere, puede empezar hoy mismo. Verá usted que merece la pena.
—¡Y tanto que quiero! —gritó el señor Fusi—¿Qué he de hacer?
—Querido amigo —contestó el agente, alzando las cejas—, usted sabrá cómo se ahorra tiempo. Se trata, simplemente, de trabajar más de prisa, y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daria más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.
—Está bien —dijo el señor Fusi—, puedo hacer todo eso. Pero, ¿qué haré con el tiempo que me sobre? ¿Tengo que depositarlo? ¿Dónde? ¿O tengo que guardarlo? ¿Cómo funciona todo eso?
—No se preocupe —dijo el hombre gris, mientras sonreía por segunda vez—. De eso nos ocupamos nosotros. Puede usted estar seguro de que no se perderá nada del tiempo que usted ahorre. Ya se dará cuenta de que no le sobra nada.
—Está bien —respondió el señor Fusi, anonadado—, me fío de ustedes.
—Hágalo tranquilo, querido amigo —dijo el agente, mientras se levantaba—. Puedo, pues, darle la bienvenida a la gran comunidad de los ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor Fusi, es un hombre realmente moderno y progresista. ¡Le felicito!
Con estas palabras tomó el sombrero y la cartera.
—¡Un momento, por favor! —le llamó el señor Fusi—. ¿No tenemos que firmar algún contrato? ¿No me da algún papel?
El agente n.° XYQ/384/b se volvió, en la puerta, y miró al señor Fusi con cierta desgana.
— ¿Para qué? —preguntó—. El ahorro de tiempo no se puede comparar con ningún otro tipo de ahorro. Es una cuestión de confianza absoluta por ambas partes. A nosotros nos basta su asentimiento. Es irrevocable. Nosotros nos ocupamos de sus ahorros. Cuánto va a ahorrar usted, es cosa suya. No le obligamos a nada. Usted lo pase bien, señor Fusi.
Con estas palabras, el agente se montó en su elegante coche y salió disparado.
El señor Fusi le siguió con la mirada y se frotó la frente. Poco a poco volvía a entrar en calor, pero se sentía enfermo. El humo azul del pequeño cigarro del agente siguió flotando durante mucho tiempo por la barbería, sin querer disolverse.
Sólo cuando el humo hubo desaparecido, comenzó a sentirse mejor el señor Fusi. Pero del mismo modo que desaparecía el humo, palidecían también las cifras del espejo. Y cuando se borraron del todo, se borró también de la memoria del señor Fusi el recuerdo de su visitante gris: el recuerdo del visitante, no el de la decisión. Esta la consideró ahora como propia. El propósito de ahorrar tiempo para poder empezar otra clase de vida en algún momento del futuro, se había clavado en su alma como un anzuelo.
Y entonces llegó el primer cliente del día. El señor Fusi le atendió refunfuñando, dejó de lado todo lo superfluo, se estuvo callado, y, efectivamente, en lugar de en media hora acabó en veinte minutos.
Lo mismo hizo desde entonces con todos los clientes. Su trabajo, hecho de esta manera, no le gustaba nada, pero eso ya no importaba. Además del aprendiz, contrató dos oficiales y vigilaba que no perdieran ni un solo segundo. Cada movimiento se realizaba según un plan de tiempos exactamente calculado. En la barbería del señor Fusi colgaba ahora un cartel que decía:
El tiempo ahorrado vale el doble.
Escribió una cartita breve, objetiva, a la señorita Daria, en la que decía que por falta de tiempo no podría ir a verla. Vendió su periquito a una pajarería. Envió a su madre a un asilo bueno, pero barato, adonde la iba a ver una vez al mes. También en todo lo demás siguió los consejos del hombre gris, pues los tomaba por decisiones propias.
Cada vez se volvía más nervioso e intranquilo, porque ocurría una cosa curiosa: de todo el tiempo que ahorraba, no le quedaba nunca nada...


[El Neoliberalismo va a llegar! (como diría Arrabal). Bueno, lo cierto es que ya ha llegado]

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